viernes, 8 de junio de 2012

Cuentos.

Su piel estaba fría. No importaba el clima, no importaba la estación. Su piel estaba fría,  pero eso no importaba. Su corazón, siempre en llamas, caldeaba su alma.
Le bastaba con tener, el abrigo de unos brazos, con sentir  que otro corazón ardía con el suyo.  Con eso era suficiente.
No obstante, un día el fuego que alimentaba las brasas de su corazón, se extinguieron. Desapareciendo como si nunca hubiesen existido. Se fue su luz, se fue su calor. Llegó la lluvia, y ésta apagó las diminutas llaman que aun sobrevivían. Pronto, solo el frío anidaba su alma, la escarcha comenzó a acumularse en torno a las cenizas que quedaron, creando un grueso muro de hielo. El frío penetró prácticamente en todos los rincones de ese corazón que otrora ardía, congelando sus sentimientos, enfriando sus pensamientos. Aquel, se convirtió en un sitio oscuro y helado. Despoblado. Yermo. Muerto.

Aquel calor que emanaba de su alma era lo que movilizaba aquel cuerpo, lo que le permitía estar vivo.
La llegada de aquel invierno desolador a las profundidades de su interior, la hicieron verse obligada a buscar ese calor en otra parte. En otros brazos. Y estos caldeaban su piel, conseguían eliminar brevemente el frío de su cuerpo, pero no eran suficiente para derretir los gélidos muros edificados en su interior. Su corazón no conseguía prender. Aquellos que compartían con ella su calor, no solían buscar tampoco a una mujer con un páramo por corazón. Como cualquiera, anhelaban uno que alimentara las llamas del suyo, no que lo arrastraran hacía el mismo gélido destino.
Por ello nunca resistían mucho tiempo aquel invierno, y se iban buscando lugares más benignos, menos muertos.
Así pues...eso es lo que quedó. Un cuerpo cálido y un alma helada. Un alma y un corazón desiertos.

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